Si estuvisteis atentos el viernes, recordaréis que en clase de Sociales hablamos de la playmate buscona que quiso ser princesa y acabó como una rana viviseccionada en canal. Dijimos que habría que reflexionar al respecto, sobre la imbricada arquitectura del destino, como hojas de alcachofa agridulce.
El sábado en clase de Lenguaje, conocimos la trapisonda inicial del canto kafkiano a la vocación, a los suplicios de quien un día descubre que su camino es otro, que no va a levantarse a ser el rutinario engendro que todos desean que sea. La cucaracha metafísica avisa. Ser un monstruoso insecto no es la primera elección de nadie. Pero como todo en la vida, es una elección (por acción u omisión). Sigamos pues.
Saqué a pasear por la noche oscena mi disfraz de cucaracho. Desde siempre había tenido 3 disfraces soñados (excluidos fetiches de alcoba) para Carnaval. El primero que llevé a buen término fue el de huevo frito (un sentido homenaje). El segundo, el de Spiderman. Y me quedaba el tercero, que cumplí el año pasado y repetí ayer, el de insecto con antenas y patas. Me lo pasé bien; me di cuenta de que un cucaracho puede ser repugnante, pero siempre habrá una bandada de mariquitas enloquecidas que te toquen el culo y te den su teléfono. Todo muy raro, pero halagador.
Hablaba con mi amiga BG de nuestras neuras, y me imaginé a mí mismo frente a un psicólogo profesional. ¿Quién convencería a quién? Yo ya tengo mi propio psicólogo, mi propio abismo, mi propio flotador de pato, y después de la travesía por el desierto, es el momento de recuperarlo, de volver a escribir algo auténtico. Es mi destino. Como el destino de Anna Nicole Smith era, seguramente, ser un mal ejemplo de que los propósitos simples tienen refutaciones simples.
Vivimos aferrados a la seguridad estúpida, a renunciar a paraísos laberínticos por la aparente no-complicación; a no valorar hoy, lo que estaremos perdiendo mañana.
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