Marcelino Orbes nació en 1873, en Jaca (Huesca). De familia humilde y esforzada, no sintió la llamada de la vocación hasta que en un viaje a Zaragoza conoció el circo.
Allí termina la primera parte de su vida.
La segunda parte tiene momentos difíciles, el desarraigo, la persecución de un sueño. Se marchó a Barcelona y se enroló en el
Circo Alegría. Allí empezó a aprender el oficio.
Una caída truncó su carrera como acróbata. La tragedia permitió a Marcelino consagrarse a lo que de verdad le apasionaba,
hacer reír.
Recorrió Europa. Primero como clown de relleno y, al final, como figura destacada.
Maestro de la pantomima, Marcelino se apoyaba en el gesto y no en la palabra. Su personaje era siempre bienintencionado, pero cada vez que intentaba ayudar a alguien encadenaba tropezones y líos, hasta la catástrofe. Era una especie de Pepe Viyuela, para que nos entendamos, pero con un siglo de adelanto.
El público celebraba sus enredos con alaridos, carcajadas y saltos.
Los empresarios del teatro
Hippodrome, atentos a la eclosión de nuevos talentos, le ofrecieron actuar en su espectáculo.
Marcelino se convirtió poco a poco en el ídolo de Londres.
En el año 1900, el gran payaso compartió escenario con un niño disfrazado de gato, era
Charles Chaplin. El genial cómico inglés le nombró en sus memorias como una de sus grandes referencias (obsérvese que su personaje,
Charlot, compartía el alma del personaje creado por Marcelino).
La apertura en 1905 del nuevo Hippodrome en Nueva York, el mayor teatro del mundo con capacidad para 5.000 espectadores, certificaba el éxito de ese espectáculo que mezclaba el music-hall con el circo. Marcelino (o
Marceline, como le conocían) recibió una oferta imposible de rechazar. Como estaba acostumbrado a hacer, cogió sus maletas y subió a ese barco que le llevaría a su destino. Al muelle acudieron cientos de niños a pedirle que se quedara.
En Nueva York, su triunfo fue apoteósico. Sólo los elefantes y Marcelino repetían temporada tras temporada. Cabeza de cartel indiscutible, nadie podía negarle el apelativo de
"mejor payaso del mundo" (o "el hombre más divertido de la tierra" como le definía un anuncio del New York Times).
Buster Keaton dijo de él: "pienso que es el payaso más grande que nunca vi" (extracto del libro "Buster Keaton: interwiews" de Kevin W. Sweeney).
Tan popular era que se hizo un cómic con él de protagonista
(clic para ampliar):
Tras aquellos años intensos, Marcelino Orbes decidió retirarse y dedicarse a otro tipo de negocios.
Sus inversiones en bienes inmuebles y en hostelería fueron un fracaso absoluto, una ruina. Perdió casi todo lo ganado, se divorció de su mujer y entró en una peligrosa espiral negativa.
El hombre que había compartido escenario de igual a igual con
Harry Houdini, con los
Hermanos Fratellini o la gran diva de la danza
Anna Paulova, se veía obligado a empezar de nuevo. El mundo había cambiado muy deprisa, las irrupciones fulgurantes de las celebridades del cinematógrafo habían borrado su recuerdo. Tenía que adaptarse, renovarse, pero Marcelino era terco, no quería cambiar ni una coma de esos shows con los que había conquistado el mundo. De alguna forma, se había rendido.
Volvió como payaso secundario en un circo de tres pistas, fue su último intento desesperado. "Incluso bajo el maquillaje parecía malhumorado, como si estuviera sufriendo un melancólico letargo", contó Chaplin del día en que fue a visitarle.
De ahí en adelante, actuó en cuchitriles de mala muerte y clubs de fumadores. Ya no podía permitirse la residencia señorial de Newark, sólo vagaba de hotel en hotel.
El 5 de noviembre de 1927 (hoy se cumplen 84 años), lejos de su casa, de su familia, de su éxito, en una habitación del hotel Mainsfield en la calle 50, sacó de su baúl todos los viejos trajes de clown, se arrodilló frente a la cama, extendió sus fotografías, sus viejos recortes, y
se disparó en la cabeza.
Sólo encontraron 6 dólares en sus bolsillos. El sindicato de actores se ocupó de que fuera enterrado en el cementerio de artistas de Kensico. La corona más grande que adornaba el féretro provenía de Charles Chaplin.
A pesar de que su época de esplendor había pasado, el
New York Times y el
Washington Post llevaron su muerte en portada. Incluso la revista
Time le dedicó un extenso reportaje.
El fulgor de las noches en las que era el Rey de Nueva York se esfumó en silencio.
La historia de ese aragonés, de ese hijo de un peón caminero analfabeto que, partiendo de la miseria, alcanzó la cúspide quedó, inexplicablemente, en el olvido.
Triste destino.
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