En su arenga no habló de flancos, vanguardias, ni retaguardias. Hablaba con calma (sin aspavientos que proyectasen su miedo) de las mujeres de París, de cómo se entregaban a los soldados rivales, en cuerpo y alma. Describía con todo detalle los cabarets, el vino que calienta las entrañas, los muslos de ensueño, las pestañas y el carmín rojo-sangre.
Les contaba que cuando el ejército contrario regresara victorioso les harían un desfile, y sus padres llorarían de orgullo ante los vítores.
La batalla duró pocos minutos.
El Duque de Facebook acababa de usar el arma más terrible que se conocía.
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