Hay un chiste con poca gracia en el que un hombre acude asiduamente a un restaurante y ve que la mejor mesa siempre está reservada. Hay puesta, a modo de amenaza, la siguiente nota: "Si alguien osa cenar aquí se las verá conmigo. Firmado: el campeón del mundo de los pesos pesados". El hombre del chiste, una especie de observador subjetivo (que podríamos ser cada uno de nosotros), busca otra mesa, prudente.
Sin embargo un día llega al restaurante y ve a un tipo cenando allí, confiado. Medita avisarle, se cree en el deber de señalarle la nota, pero en seguida ve que el comensal no sólo la ha visto, sino que ha añadido algo: "comeré en esta mesa las veces que haga falta, y no creo que deba temerte. Firmado: el campeón olímpico de los 100 metros".
Todos (o lo que es lo mismo, yo) hemos soñado alguna vez con ser el hombre más rápido del mundo. De niño fascina la extraordinaria brevedad de la carrera, la explosión, la adrenalina, las balas humanas, las 45 zancadas, las botas de siete leguas. El hombre contra la historia, el record mundial de velocidad,
Carl Lewis,
Ben Johnson, los concords del tartán, son los nuevos mitos, las antítesis de la sociedad (de una humanidad que se despierta cada mañana y que cuando llega empieza, al contrario que el velocista que cuando llega termina). Una nueva era del atletismo dio comienzo ayer, cuando
Usain Bolt puso el límite humano (ajeno a esteroides conocidos, a pastillacas) en 9"72. Es una aberración, una gesta incomparable, de esas que reconfortan, como la del día (22 de mayo de 2005) en que yo pulvericé mi propio record en el
Buscaminas (nivel Experto) y lo dejé en 131 segundos.
"Confíaba en que podía correr en marca de récord del mundo" declaró tras la carrera este jamaicano desconocido. Parecerá extraño pero yo también lo supe, y no sólo lo supe ese día sino los días anteriores. Mi marca de 145 se podía superar, lo sabía, o mejor dicho, sólo lo supe entonces, sólo lo sentí entonces.
¿Dónde está el límite? ¿conoce cada uno los suyos? El mono espacial en la órbita terrestre nos enseña cosas de nosotros mismos, el atleta nos sirve de espejo o de metáfora, el reto de vivir, el dolor de lo inalcanzable, nos marca nuevos umbrales que, sin mucho tiempo para frenar y pensar, superamos sin darnos cuenta. Cada vez que ganamos o perdemos en el buscaminas sentimos la incontrolable necesidad de volver a empezar de nuevo.
Decía
Goethe que somos modelados por lo que amamos. Así sea. Somos como el hito de
Bolt, inolvidables hasta que nos superen, hijos del viento y la brevedad, un límite (o tal vez la solemne certeza de estar perdiendo el tiempo).
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3 comentarios:
Los límites los ponemos nosotros mismos. Y el miedo es, tal vez, el compás que más se utiliza, en contra de nuestra voluntad, para trazar las marcas de las que no debemos salir.
Si alguna vez intentamos superar el trazado del compás y lo conseguimos, sobreviene esa sensación de libertad y de esencia de uno mismo que te hace crecer y sonreir.
Es gracioso lo del buscaminas; yo tengo la misma sensación siempre que termino una partida del spider.
No descartes las "pastillacas" tan alegremente... te ayudarán a dormir mejor, tanto si las tomas tú como si piensas que las toman ellos :), seguro que aciertas la menos en uno de los dos casos.
Empanadilla, cada uno tiene sus vicios, unos el buscaminas, otros el solitario spider... en fin, el pecado de tantos trabajadores buenos.
¿Está la libertad en superar el límite o simplemente en el trayecto, en el impulso (a veces aventurero, a veces insensato) contra esos límites?
Yo prefiero la voluntad de mejorar a mejorar.
Xurxo, hay muchas clases de pastillacas, está claro. Y no seré yo quien las critique, la verdad. Si cumplen su función...
A veces me pregunto: ¿mi testarudez daría positivo en un control antidoping?
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