Pronto van a salir, madre e hija, de su error, pero antes Margot reconoce a una de las recién llegadas. "Mírala. Me ha visto, ya lo creo que me ha visto", comenta a Michelle.
Henriette es una mujerona desdeñosa que compagina luto severo con anillo ostentoso. Se ha quedado mirando al pingüino y murmura al cuello de su blusa: "Nefasto... no pagaría por él ni un millón de libras... qué digo un millón, ni medio". Y Margot, al otro lado, se enerva: "A lo mejor se cree que yo me chupo el dedo y no me he dado cuenta de que ha venido. Claro, si yo tuviera tanto que callar como tiene ella también me daría vergüenza ir por ahí saludando... Menuda está hecha" y ríe, pero aunque quiera que su carcajada se propague ya no es posible porque la sala empieza a estar llena y todo el mundo espera relajadamente que pase algo, dialogando o fumando en pipa. "¿Está mirando?", pregunta Margot. "¿Decías?", reacciona la adolescente despistada tras el brillo constelado de un collar de diamantes en un cuello menos digno de poseerlo que el suyo. "Cuántas veces tengo que decirte que me escuches; si has de ser una señorita tienes que aprenderlo de tu madre", predica con un sermón sabido y antiguo. La chica vuelve a su gesto de "ya ya" sin saber muy bien lo que pasa.
Para desvelar el misterio de la galería se prescinde de la pompa y el tañido de campanas; mejor recurrir a los viejos modelos e improvisar sobre la marcha. Así, como un Mesías, aparece entre la gente un hombre de baja estatura, flaco y velludo, vestido con el oropel de una túnica esmeralda, ribeteada en plata. El extravagante recorre la sala con afectada dignidad, dejándose tocar por el pueblo, dejándoles seguirle, dejándoles exclamar, "¡es él!". Y efectivamente, es él, René Santangello, y esa escenografía de andar por casa, esa cortinilla, esos invitados tienen algún fin. Llega el hombre a su destino y gira sobre sí mismo para mirar a cuantos le siguen expectantes. En ese momento, tomando por sorpresa al artista, una espléndida figura, como un leopardo, salta en sus brazos. "¡René!", grita Margot encendida por los empujones y codazos necesarios para imponerse en su camino. Le propina dos besos sonoros en ambas mejillas y sonríe ufana, otra vez esa despiadada mueca de satisfacción. "Señora, lo siento pero no creo conocerla a usted de nada", comenta estupefacto el insigne. "¿No me recuerda?... en Londres...", añade la mujer como si no fueran necesarias más señas. Santangello la escruta atentamente, finge pensar, pregunta, "¿acaso es usted asidua de los grupúsculos laudables del Art-Mégot?". "Sí, voy casi a diario", miente ella. Y la gente les mira sin comprender; él, queriendo zanjar a su favor el incidente, agrega: "entonces, dígale a los presentes quién es la sensación del neo-exhaustismo londinense", y se hincha batracocéfalo. "¿Willy Tokkleman?", duda la señora. "Willy Tokkleman es un maldito hijo de perra. ¡Yo soy el arte!. Londres me adora, especie de zorra perfumada", replica arrogante y aparta la mirada añadiendo desaire al desaire, y Margot queda paralizada, resbala viscosa hasta un segundo plano muy despacio, terriblemente disgustada. El Maestro, como ha deseado hacer desde el principio se acerca al cuadro oculto, mira la cara de la gente tratando de adivinar nuevos perturbadores en potencia, preguntándose si ha sido buena idea caer entre esos incivilizados en lugar de haber ido a Londres aun a costa de envilecer el furor de su innovación. Carraspea en un último ademán de humanidad, antes de transfigurarse en el omnímodo guía del proceloso mundo de la creación, del arte, de la verdad.
"Aléjense", sugiere, "para comprender mejor la obra tendrán ustedes que alejarse un poco". Como en milagros semejantes: la multiplicación de los panes y los peces, la partición del Mar Rojo, el semicírculo se abre a su alrededor. Habla el gurú: "Señoras, caballeros, atención". Todos, con la excepción de Margot que sigue sin aliento y Michelle que escucha pero no quita ojo a su madre pálida, posan sus miradas en René y eso le satisface. El artista eterno tiene cosas que decir y va a decirlas, piensa él. La plebe, mientras tanto, calla obediente.
Continúa mañana