nos revela nuestro mayor secreto"
La puerta de la galería Mirage, al cerrarse, rechina con estertores de morsa agonizante. En ese momento el conserje alza la cabeza asociando para siempre el primer vistazo al visitante con un pensamiento casi definitivo. "Sólo a veces me equivoco, sólo a veces", comenta orgulloso. Levanta la vista, observa a su jefe y presiente: está enfadado (aunque qué mérito tiene si siempre lo está). Askia, el conserje, inflado y negro, sabe que tiene, como decían los antiguos, un sexto sentido, qué sé yo, instinto o algo.
Cuando a las seis y once minutos de la tarde repite el gesto perfeccionado ve a Margot y a Michelle, ve a una madre y a su hija adolescente entrar en el centro y esboza una sonrisa panorámica de sátiro. Hasta los guacamayos, recuerda Askia, reaccionan ensimismados a la belleza y al equilibrio. Cómo evitar entonces la dilatación de sus poros, la contracción de sus esfínteres, un indicio cándido de erección y cierto temblor en los párpados. A causa de la contemplación sorpresiva de la elegancia cálida de esa madre, padece una combinación justa de sumisión y desprecio; ante la joven de hombros de manzana le abochorna su apetito inmenso y esa insignificancia absoluta que se siente frente a lo incomprensible o a lo sublime, que vienen a ser lo mismo. Sueña poseerlas y concibe al segundo un reproche al universo: nunca ese espejismo se volverá material. Necesita verlas atravesar el hall y perderse en el interior, siempre con la boca entreabierta, para dar con la respuesta anhelada. Qué importa que no sea yo con quien ellas soñarán, si el dulce milagro ocurre. Qué relevancia puede tener que yo, indigno, jamás las bese si otro lo hace. La maravillosa contingencia, esa tibia posibilidad, esa remota combinación en el devenir del tiempo le convence, cuando estaba a punto de renegar de la existencia, de su felicidad.
Margot, distinguida, camina y mira a todas partes como si todo fuera suyo. "No mires al suelo", dice a su hija y luego sonríe con pose de fotografía. "Es interesante esta colección, me recuerda a aquel tan bueno de Londres..." Michelle aguarda paciente la formulación de la pregunta. "¿Cómo se llamaba?". "René". "Eso René". Prosiguen. "Claro que en Londrés es normal, pero aquí...", deja sin terminar la frase irritando a Michelle que no dice nada. "No estoy aseverando que aquí, en Yorkshire, no se vean obras meritorias", intenta que su hija y, sobre todo, los demás le escuchen, "pero si alguien quiere deleitarse con los exquisitos dones del arte, sin duda, debe ir a Londres". Atisba en derredor satisfecha. "¿No dices nada?". "Es bonito", afirma Michelle frente a un cuadro. Margot se acerca. En un lienzo sin enmarcar confluyen dos manchas anaranjadas, con una forma aproximada de mancha y un color más o menos anaranjado; rompen el equilibrio de un fondo azul celeste, anegan voraces unas figuras de papel de aluminio grapadas al lienzo con desorden, y en lo alto, refulgente, tin-sight-out-break, ha pegado con cola el artista una lata de calamares en su tinta. "¿Bonito?", responde con cierta sorna la madre, "su exhaustismo es caduco, si hubieras vivido en Londres su auge, su momento...". "Debió de ser fantástico", da la razón Michelle y enarbola su cara inocente justificándose: qué iba yo a saber.
Observa Margot la placa informativa y sonríe: "¿Ves?, autor: René Santangello... «La Adoración de los Reyes Magos»... debe de costar unos dos millones de libras". Michelle se sobresalta, "¿dos millones?", muerde su labio mientras mira el lienzo y, al no haber adquirido todavía las nociones suficientes de arte alegórico, ensaya una interpretación libre: claro, piensa, esa mancha de ahí es la Adoración y esa de allí los Reyes Magos. Le saca de la reflexión su madre con un directo a la mandíbula: "¿lo quieres?". "Yo...", titubea la joven. "Lo compraré para ti y lo colgarás en tu habitación y vendrá gente a verlo y así podremos enseñarles también la colección de Tokklemans del salón. No se hablará de otra cosa en el Círculo de Damas..." y sonríe de nuevo, absorta por su ensueño que parece resultarle más embriagador si cabe que su vanidad.
Continúa mañana