Quizás porque su nacimiento, como impaciente sietemesino, fue uno de los mayores sobresaltos acaecidos en el cine Odeón,
Óscar heredó el gusto y los caracteres del villano cinematográfico. Era malcarado, cruel y calculador. También cristalino y torpe.
Si
Méliès, el hijo soñador de un zapatero, había podido reinventar el cine,
Óscar, hijo de taquillera, no sería ajeno a su destino a pesar de su deficitario talento.
Tal vez por eso tejió su vida como un argumento, y se entregó a las balas de la policía precisamente en aquella sala, entre las butacas de su infancia, urdiendo su derrota modélica, como, en el anverso, aquel hombre codicioso persiguió su fortuna para que
Orson Welles concibiera su película.
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