Cualquier adolescente que mereciera serlo recordará las 2 grandes lecciones que pueden aprenderse viendo “Pretty Woman”. La primera, que la prostitución callejera, a veces, es divertida. La segunda, que la ópera, la primera vez que la ves o te encanta o te horroriza (si te encanta será para siempre, si no… etcétera).
No pienso rebatir ninguno de los dos argumentos, porque a "Lohengrin" hay que acercarse con ingenuidad. Así hasta la primera nota del preludio, “una especie de fórmula mágica que, como si fuera una iniciación misteriosa, prepara nuestras almas para percibir cosas inesperadas, y de un sentido más elevado que las cosas de la vida terrenal”, como lo definió Franz Liszt.
Y tan inesperadas. En lugar del Reino de Brabante, en lugar del escenario medieval, vemos un aula, una vieja clase con su pizarra y sus pupitres. Allí los barítonos, el coro, los figurantes, interpretan una pelea de bolas de papel.
Esa era la peculiar reinterpretación de Konwitschny. Si Wagner nos presenta a los hombres, la contraposición vulgar de lo sagrado, como seres infantiles, tornadizos, tercos, miedosos, dubitativos y a la vez despiadados como un niño arrancando las patas de una hormiga, así lo interpreta el escenógrafo.
Sin querer detenerme a discutir el efecto de los bajos en pantaloncito corto y la soprano y la mezzosoprano con uniforme y coletas, hay algo de presunción y otro tanto de explicación no pedida que me incomoda en la grotesca puesta en escena. Pero está tan pulcramente realizada, con una penetración psicológica y un ritmo tan nuevo y tan fiel al original al mismo tiempo, que he de decir que me encantó (tras cinco minutos de duda y pérdida del habla).
La extraordinaria ejecución musical, la sonoridad del Liceu, nos llevó en volandas durante cuatro horas de vértigo.
Explica Wagner: “El ideal socorre al ánimo humano cuando éste lo invoca con intenso ardor, pero cuando duda y busca el origen, desaparece (…) el amor no se obtiene más que a condición de la confianza más ciega (…). La potencia de la fe crea el milagro y la duda lo destruye”.
Se dice que Richard Wagner es el personaje que más letra impresa ha provocado (después de Jesucristo). Su "Lohengrin" no necesita palabras, es la música de una fatalidad inevitable, de la sentencia del mundo, incapaz de enfrentarse a la serenidad, a la madurez. Entre tanto pantalón corto, Lohengrin, el único adulto, sobresale. Y sólo su opuesto, la malvada Ortrud, consigue mantenerse a su altura. Entre el bien y el mal quedamos el resto, mecidos por las brumas de una música despótica, iluminada y rotunda, deshaciéndose en nuestros oídos como se marchitan las utopías.
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