Se cumplía el otro día una efeméride especial y espacial que no quiero dejar de nombrar con orgullo. Hace 50 años que el chimpancé
Ham se convirtió en el primer simio en viajar al espacio.
Luego fue el ruso aquel, pero el hito, la hazaña, quedó para siempre ligada al valor y paciencia de nuestro congénere.
Dice la
Wikipedia que el entrenamiento fue duro. Si hacía algo mal le daban una descarga eléctrica, si hacía algo bien le dejaban acostarse con la hija del general
Thornhill.
En su histórico viaje suborbital, el apuesto
Ham se elevó 253 kilómetros y estuvo 7 minutos en ingravidez. Luego cayó en el mar y tragó un poco de agua salada, pero nada, el mal rato duró sólo un momento y en seguida pudo comenzar su retiro dorado en el zoológico de Carolina del Norte, donde se pegó la gran vida. Allí murió y a su entierro acudió el mismísmo presidente de los Estados Unidos,
Ronald Reagan que resaltó en su discurso lo mucho que se parecía el difunto a su esposa
Nancy.
Toda esta historia me ha hecho recordar a
Laika, aquella perra que casi 4 años antes se había convertido en el primer ser vivo en ponerse en órbita. Ella que miraba por la ventana la Tierra y se preguntaba: "¿Qué será esa bola de color? ¿Y qué hago yo girando alrededor?" (todo lo que dicen las canciones de
Mecano es verdad).
Y resulta que la historia de
Laika es muy diferente a la del mono
Ham, porque se ve que con el estrés y el sobrecalentamiento de la cápsula el animal no duró ni 6 horas, allí mismo se recoció y la palmó. Es decir, que todos nacemos para morir, pero los científicos rusos sabían desde el principio que
Laika no sobreviviría. Ya les vale.
Con este deje agridulce me despido hasta una nueva ocasión. No dejéis de mirar al cielo para recordar a los pioneros en la conquista de la cúpula celeste. Ellos no andaban quejándose todo el día como vosotros, esperando que fueran los demás los que les sacaran las castañas del fuego. Vergüenza debería daros.
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