Sábado 15 de agosto, 2:26 A.M.
El más sutil de los críticos corrosivos desearía estar en mi lugar. Al finalizar el concierto de
Georgie Dann me he tenido que volver a mi casa, directo al baño. Escribo desde mi tablet-PC con forma de libreta. El aroma es nauseabundo. Podría decirse que son efluvios de música facilona del maestro del hit veraniego. Pero no, simplemente es una mezcla letal, en este orden, de cerveza, tinto, carajillo de baileys y cerveza de nuevo. Horrible. Esta es mi primera enseñanza de hoy, directamente desde el WC. No mezcléis.
Georgie lo sabe y sigue fiel a su estilo.
Sábado 15 de agosto, 12:18 P.M.
La segunda enseñanza es, sin duda, que no hay que minusvalorar a los grandes. Y
Georgie Dann lo es.
“El mundo existe para llegar a un libro” proclamaba
Mallarmé, uno de los poetas malditos. Por lo mismo, el verano existe para llegar a las canciones de
Georgie Dann, también francés, músico maldito, decadente como los viejos simbolistas del XIX.
Su colección de hits no tiene fin:
- Kasatschok
- La rana
- El Bimbó
- Una paloma blanca
- Carnaval carnaval
- Mi cafetal
- El africano
- El negro no puede
- Macumba
- Levantando la cortina
- Cachete, pechito, ombligo
- Koumbo
- El chiringuito
- La Barbacoa
Sábado 15 de agosto, 1:56 P.M.
El baile, la expresión corporal de la alegría ociosa, tiene diferentes rangos. Tal vez la danza clásica ocupe el pedestal más alto. Por debajo, a una distancia indeterminada, el imaginario colectivo se guarda el atavismo del
paso estándar.
Igual que el corazón late de forma involuntaria, rítmico. Igual que el hipo se desencadena y nos hace convulsionarnos sin quererlo. De igual modo cierta música, dotada de esa mezcla de impresionismo y fuego tribal, es capaz de ponernos a bailar inconscientemente, con un meneo de caderas parasimpático, un acompañar de brazos en órbita mínima, zigzagueante, un leve arrastrar de pies que apenas es un despegue definitivo, sólo el oscilar de un junco ante la brisa del verano. Eso es el
paso estándar. Todos los primates, desde Atapuerca hasta hoy, lo manifiestan, acompañado de gozo o estupor, siempre que se den unas condiciones ultrasónicas que sólo son alcanzadas por los grandes genios de la canción ligera.
Tercera enseñanza.
Sábado 15 de agosto, 4:14 P.M.
La cuarta enseñanza es un paralelismo evidente que debería hacernos reflexionar. El concierto se desarrolló como una antigua comedia griega. Ni los precursores,
Cratino y
Crates, ni el aclamado
Aristófanes, hubieran soñado ofrecer una representación dionisíaca de este alcance.
El
actor, con su pelazo, con su piñata, con su americana blanca (que no sabe llevar cualquiera), se eleva sobre el público ansioso e inicia un prólogo musical que no será del todo efectivo hasta el
parodos, la entrada del
coro, definitivo, impactante, vibrante, compuesto por cinco vestales semidesnudas, consagradas ya a la refutación gestual de las audacias del
actor, ya a la convencida repetición de sus estribillos. Un
coro contradictorio y sublime. El
debate incluye al público, se le incita a colaborar solicitando sus temas preferidos, exponiendo su juicio y su participación. Es un terreno abonado a la rechifla y a la crítica, pero ¡ay!, de una forma tan delicada…
El héroe frente a la marabunta insiste, concede y resiste. La plebe, a sus pies, sin saberlo, se convierte en sujeto y objeto de la representación. Hay algo de fe ilimitada, también de autoparodia. A una situación angustiosa (“El negro no puede, el negro no puede...”) le sigue un regocijo insano, como si la risa, el retruécano, nos salvaran de la dolorosa existencia que captan nuestros sentidos.
Huesca, más ateniense que nunca, se regocijó en el
éxodos final, toda una fiesta.
Las palabras de
Georgie Dann retomaron el tono agradecido y humilde: “¿De verdad queréis otra? ¿y cuál repetimos?”.
Una danza ritual, barbacoa metafórica que nos purifica, barbacoa catártica, nos llevó a un estado de paroxismo que sólo los grandes fenómenos del pop y las religiones palpitantes son capaces de transmitir.
Dionisio-Dann, languidece en nuestros corazones para renacer con renovado vigor en el solsticio de verano. Los griegos lo intuían.
.