"Moby Dick o la ballena blanca" es el título original de la obra cumbre de Herman Melville.
William Faulkner dijo que éste era el libro que le hubiera gustado escribir, una obra fascinante con demasiados matices para un solo comentario. El otro día la nombré, en el cineclub, y entonces recordé que entre su vasto relleno enciclopédico había un pasaje excelente que me llamó mucho la atención.
Lo empiezo a contar (Peibols, atento).
Ismael, el narrador, llega a Nantucket dispuesto a embarcar. No sabe que va a comenzar la mayor odisea de todos los tiempos.
Ya en la isla busca una habitación libre, sin éxito. Al final un posadero le ofrece: ¿no tendrá inconveniente en compartir la manta con un arponero, eh? Supongo que va a ir a las ballenas, de modo que es mejor que se acostumbre a esas cosas.
Le dije que no me había gustado nunca dormir de dos en dos; que si lo hacía alguna vez, dependería de quién pudiera ser el arponero, y que si él (el patrón) no tenía de veras otro sitio para mí, y el arponero no era decididamente objetable, en fin, mejor que seguir vagabundeando por una ciudad desconocida en una noche tan dura, me las arreglaría con la mitad de la manta de cualquier hombre decente.
Así que Ismael queda esperando a que llegue su acompañante. Ve entrar a un hombre y pregunta. El patrón responde: el arponero es un mozo de color oscuro. Nunca come albóndigas, no; no come más que filetes, y le gustan crudos.
Nuestro prota empieza a titubear: No pude remediarlo; empezaba a sentir sospechas sobre ese arponero «de color oscuro». En cualquier caso, decidí que si resultaba que teníamos que dormir juntos, él debería desnudarse y meterse en la cama antes que yo.
Razona en su soliloquio interno: A ningún hombre le gusta dormir con otro en una cama. En realidad, uno preferiría con mucho no dormir ni con su propio hermano. No sé por qué, pero a la gente le gusta el aislamiento para dormir. Y cuando se trata de dormir con un desconocido extraño, en una posada extraña, y ese desconocido es un arponero, entonces las objeciones se multiplican indefinidamente. Y no es que haya razón en este mundo por la cual un marinero tenga que dormir con otro en una cama, más que cualquier otra persona; pues los marineros no duermen de dos en dos en los barcos más que los reyes solteros en tierra firme. Por supuesto, duermen todos juntos en un solo local, pero cada cual tiene su propia hamaca, y se cubre con su propia manta, y duerme en su propia piel.
Sin embargo, pensándolo bien, se da cuenta de que quizás albergue prejuicios injustificados:
Pensé: «Voy a esperar mientras tanto; no tardará en dejarse caer por aquí. Entonces le miraré bien, y quizá lleguemos a ser alegres compañeros de cama; no puede saberse». Pero aunque los otros huéspedes iban viniendo, sueltos, o en grupos de dos o de tres, para acostarse, no había todavía señales de mi arponero.
Y no espera más: me salí de un salto de los pantalones y las botas, y luego, soplando la vela, me eché de un tumbo en la cama, encomendándome al cuidado del cielo.
Entra el arponero y empieza a hacer cosas raras, plegarias y demás ritos exóticos (recordemos que nadie le ha explicado que el visitante está en la cama):
Un momento después, la luz estaba apagada, y ese salvaje caníbal, con el hacha entre los dientes, saltaba a la cama conmigo. Lancé un grito, sin poderlo remediar; y él, con un súbito gruñido de asombro, empezó a tocarme.
Sigue la escena, Ismael sale de la cama, agitado: Me quedé quieto un momento mirándole. Con todos sus tatuajes, en conjunto era un caníbal limpio y de aspecto decente. «¿A qué viene todo este estrépito que he hecho? -pensé para mí mismo-. Este hombre es un ser humano lo mismo que yo: tiene tantos motivos para tener miedo de mí, como yo para tener miedo de él. Más vale dormir con un caníbal despejado que con un cristiano borracho.»
Al final: Me metí en la cama, y nunca en mi vida he dormido mejor.
Pero no acaba allí la cosa, qué va: Al despertarme a la mañana siguiente al alborear, encontré que Queequeg me había echado el brazo por encima del modo más cariñoso y afectuoso. Se habría pensado que yo había sido su mujer. La colcha era de retazos, llena de cuadraditos y triangulitos sueltos y abigarrados; y aquel brazo suyo, todo él tatuado con una figura interminable de laberinto cretense, sin dos partes que fueran exactamente del mismo matiz (debido, supongo yo, a que en el mar había expuesto el brazo de modo variable al sol y a la sombra, con las mangas de la camisa irregularmente subidas en variadas ocasiones), aquel brazo suyo, digo, parecía en todo una tira de aquel mismo cobertor de retazos. Efectivamente, como el brazo estaba puesto sobre la colcha cuando me desperté, difícilmente pude distinguirlo de ella, y sólo por la sensación de peso y presión pude comprender que Queequeg me estaba apretando.
E Ismael se "resigna" a despertar en ese abrazo: «¡Bonito lío, de veras! -pensé-, ¡en la cama, en una casa desconocida, en pleno día, con un caníbal y un hacha india!»
Ismael, el narrador, llega a Nantucket dispuesto a embarcar. No sabe que va a comenzar la mayor odisea de todos los tiempos.
Ya en la isla busca una habitación libre, sin éxito. Al final un posadero le ofrece: ¿no tendrá inconveniente en compartir la manta con un arponero, eh? Supongo que va a ir a las ballenas, de modo que es mejor que se acostumbre a esas cosas.
Le dije que no me había gustado nunca dormir de dos en dos; que si lo hacía alguna vez, dependería de quién pudiera ser el arponero, y que si él (el patrón) no tenía de veras otro sitio para mí, y el arponero no era decididamente objetable, en fin, mejor que seguir vagabundeando por una ciudad desconocida en una noche tan dura, me las arreglaría con la mitad de la manta de cualquier hombre decente.
Así que Ismael queda esperando a que llegue su acompañante. Ve entrar a un hombre y pregunta. El patrón responde: el arponero es un mozo de color oscuro. Nunca come albóndigas, no; no come más que filetes, y le gustan crudos.
Nuestro prota empieza a titubear: No pude remediarlo; empezaba a sentir sospechas sobre ese arponero «de color oscuro». En cualquier caso, decidí que si resultaba que teníamos que dormir juntos, él debería desnudarse y meterse en la cama antes que yo.
Razona en su soliloquio interno: A ningún hombre le gusta dormir con otro en una cama. En realidad, uno preferiría con mucho no dormir ni con su propio hermano. No sé por qué, pero a la gente le gusta el aislamiento para dormir. Y cuando se trata de dormir con un desconocido extraño, en una posada extraña, y ese desconocido es un arponero, entonces las objeciones se multiplican indefinidamente. Y no es que haya razón en este mundo por la cual un marinero tenga que dormir con otro en una cama, más que cualquier otra persona; pues los marineros no duermen de dos en dos en los barcos más que los reyes solteros en tierra firme. Por supuesto, duermen todos juntos en un solo local, pero cada cual tiene su propia hamaca, y se cubre con su propia manta, y duerme en su propia piel.
Sin embargo, pensándolo bien, se da cuenta de que quizás albergue prejuicios injustificados:
Pensé: «Voy a esperar mientras tanto; no tardará en dejarse caer por aquí. Entonces le miraré bien, y quizá lleguemos a ser alegres compañeros de cama; no puede saberse». Pero aunque los otros huéspedes iban viniendo, sueltos, o en grupos de dos o de tres, para acostarse, no había todavía señales de mi arponero.
Y no espera más: me salí de un salto de los pantalones y las botas, y luego, soplando la vela, me eché de un tumbo en la cama, encomendándome al cuidado del cielo.
Entra el arponero y empieza a hacer cosas raras, plegarias y demás ritos exóticos (recordemos que nadie le ha explicado que el visitante está en la cama):
Un momento después, la luz estaba apagada, y ese salvaje caníbal, con el hacha entre los dientes, saltaba a la cama conmigo. Lancé un grito, sin poderlo remediar; y él, con un súbito gruñido de asombro, empezó a tocarme.
Sigue la escena, Ismael sale de la cama, agitado: Me quedé quieto un momento mirándole. Con todos sus tatuajes, en conjunto era un caníbal limpio y de aspecto decente. «¿A qué viene todo este estrépito que he hecho? -pensé para mí mismo-. Este hombre es un ser humano lo mismo que yo: tiene tantos motivos para tener miedo de mí, como yo para tener miedo de él. Más vale dormir con un caníbal despejado que con un cristiano borracho.»
Al final: Me metí en la cama, y nunca en mi vida he dormido mejor.
Pero no acaba allí la cosa, qué va: Al despertarme a la mañana siguiente al alborear, encontré que Queequeg me había echado el brazo por encima del modo más cariñoso y afectuoso. Se habría pensado que yo había sido su mujer. La colcha era de retazos, llena de cuadraditos y triangulitos sueltos y abigarrados; y aquel brazo suyo, todo él tatuado con una figura interminable de laberinto cretense, sin dos partes que fueran exactamente del mismo matiz (debido, supongo yo, a que en el mar había expuesto el brazo de modo variable al sol y a la sombra, con las mangas de la camisa irregularmente subidas en variadas ocasiones), aquel brazo suyo, digo, parecía en todo una tira de aquel mismo cobertor de retazos. Efectivamente, como el brazo estaba puesto sobre la colcha cuando me desperté, difícilmente pude distinguirlo de ella, y sólo por la sensación de peso y presión pude comprender que Queequeg me estaba apretando.
E Ismael se "resigna" a despertar en ese abrazo: «¡Bonito lío, de veras! -pensé-, ¡en la cama, en una casa desconocida, en pleno día, con un caníbal y un hacha india!»
2 comentarios:
Un libro espectacular, realmente bueno de verdad. Y la película de Gregory Peck también.
Una obra maestra, León. La peli no la he visto, pero es imposible que conserve la fuerza y la intensidad del libro.
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