Empecé a leer el cómic The Walking Dead hace mucho tiempo. Más o menos cuando empezó la serie de televisión, en el año 1959. Me gustaba el planteamiento inicial, sin ser yo nada de
zombies (o tal vez por eso). Me enganché y fantaseaba con cuál sería el desenlance de ese sindiós, hasta que leí una entrevista con su autor (voy a buscarlo en Google... aja, Robert Kirkman) en la que explicaba que tardaría "al menos" 10 años en acabarla. ¡10 años! Me cagué en su puta estampa y abandoné.
Lo cuento porque
encaminarse a un final nunca le viene mal a la ficción. Nadie aguantaría una Champions League sin una final, ni tiene el mismo punch un polvo sin la promesa del orgasmo por venir.
Siempre que uno se engancha a una serie minoritaria, a una saga de libros o a una de películas, vive el final como un acontecimiento importante, aunque luego resulte solitario, personal.
Pero con los finales de las series más populares, qué sé yo, Los Soprano, Perdidos, Breaking Bad o, en la actualidad, Juego de Tronos, la experiencia se vuelve algo compartido (como la final de la Champions, no, en este caso, como un orgasmo, salvo que uno viva en un silencioso edificio muy concurrido o en un convento).
Se van a juntar dentro de 2 semanas la final de Eurovisión con la Final Four de la Euroliga de baloncesto y el episodio final de Juego de Tronos y yo echo humo. Reconozco que lo que suceda me da igual y, sin embargo,
me sobreexcito ante la simpleza de una cuenta atrás. Soy un simio muy primario.
Me gusta ver a la multitud pendiente de algo, aunque normalmente no me guste la multitud. Hay algo de comunión de las masas digno de estudio.
Por cierto, el domingo se consumó el descenso del Huesca a Segunda, después de un increíble año en Primera. Y fue bonito, porque la gente aprovechó para derrochar amor como antídoto frente a la frustración.
Se celebra lo que fue. Se empieza a visualizar lo que vendrá. Hacen falta finales. Y también buenos principios, claro está.