Ya decía
Molinos que Tuiter es como un bar.
Y ese enorme farsante que es
Santiago Segurola dejó Tuiter porque decía que era un bar de borrachos. De verdad, hay que ser moñas... como si hubiera bares que no lo son (y si conocéis alguno no me invitéis).
Yo soy de los que se quedan en los bares de borrachos, pero mantengo el recelo si están demasiado llenos, o si hay masas enfurecidas de horca y antorcha fácil, cabeza-huecas y/o cobardes.
Hoy me he sumergido 10 minutos en el fango de Twitter y me he acordado, de pronto, de
Ortega y Gasset.
No se trata de que el hombre-masa sea tonto. Por el contrario, el actual es más listo, tiene más capacidad intelectiva que el de ninguna otra época. Pero esa capacidad no le sirve de nada; en rigor, la vaga sensación de poseerla le sirve sólo para cerrarse más en sí y no usarla. De una vez para siempre consagra el surtidor de tópicos, prejuicios, cabos de ideas o, simplemente, vocablos hueros que el azar ha amontonado en su interior, y con una audacia que sólo por la ingenuidad se explica, los impondrá dondequiera.
Tras esto
Ortega se cabrea, se remanga y empieza a soltar hostias como panes de 3 kilos...
El imperio que sobre la vida pública ejerce hoy la vulgaridad intelectual es acaso el factor de la presente situación más nuevo, menos asimilable a nada del pretérito. Por lo menos en la historia europea hasta la fecha, nunca el vulgo había creído tener «ideas» sobre las cosas. Tenía creencias, tradiciones, experiencias, proverbios, hábitos mentales, pero no se imaginaba en posesión de opiniones teóricas sobre lo que las cosas son o deben ser -por ejemplo, sobre política o sobre literatura-. Le parecía bien o mal lo que el político proyectaba y hacía; aportaba o retiraba su adhesión, pero su actitud se reducía a repercutir, positiva o negativamente, la acción creadora de otros. Nunca se le ocurrió oponer a las «ideas» del político otras suyas; ni siquiera juzgar las «ideas» del político desde el tribunal de otras «ideas» que creía poseer. Lo mismo en arte y en los demás órdenes de la vida pública. Una innata conciencia de su limitación, de no estar calificado para teorizar, se lo vedaba completamente. La consecuencia automática de esto era que el vulgo no pensaba, ni de lejos, decidir en casi ninguna de las actividades públicas, que en su mayor parte son de índole teórica.
Hoy, en cambio, el hombre medio tiene las «ideas» más taxativas sobre cuanto acontece y debe acontecer en el universo. Por eso ha perdido el uso de la audición. ¿Para qué oír, si ya tiene dentro cuanto falta? Ya no es sazón de escuchar, sino, al contrario, de juzgar, de sentenciar, de decidir. No hay cuestión de vida pública donde no intervenga, ciego y sordo como es, imponiendo sus «opiniones».
Y esto no es de ayer, es de hace décadas y décadas.
El más y el menos de cultura se mide por la mayor o menor precisión de las normas. Donde hay poca, regulan éstas la vida sólo grosso modo; donde hay mucha, penetran hasta el detalle en el ejercicio de todas las actividades. La escasez de la cultura intelectual española, esto es, del cultivo o ejercicio disciplinado del intelecto, se manifiesta no en que se sepa más o menos, sino en la habitual falta de cautela y cuidados para ajustarse a la verdad que suelen mostrar los que hablan y escriben. No, pues, en que se acierte o no -la verdad no está en nuestra mano-, sino en la falta de escrúpulo que lleva a no cumplir los requisitos elementales para acertar. Seguimos siendo el eterno cura de aldea que rebate triunfante al maniqueo, sin haberse ocupado antes de averiguar lo que piensa el maniqueo.
Esa última frase es la que yo quería decir en un tuit pero al final ha nacido sola, bastarda y a trompicones en un post.
Al final el filósofo, muchos años antes de que aborreciéramos la palabra, nos había hecho el más cruel de los
selfies.
3 comentarios:
No hemos cambiado tanto.
Que pena no haber aprendido nada en estos años...
Aquello noerayo, seguimos siendo igualitos. A lo mejor no tenemos remedio.
Anónimo/a, pues sí. Quizás si nos dan 3 o 4 siglos más nos da tiempo a aprender.
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