Al filósofo
Diógenes (a quien llamaban "cínico", que quería decir "perro") le echaban en cara en ocasiones que se masturbara en el Ágora, a la vista de todo el mundo. "¡Ojalá frotándome el vientre se me quitara también el hambre!", respondía él.
Si la anécdota ha perdurado es porque encierra algo profundo, algo sobre moralidad y naturalidad (o más bien sobre sus antagonistas: inmoralidad y antinaturalidad). Se sabe, se ha dicho, se ha repetido, no pretendo ser original, que uno puede dar felicidad sin ser feliz, como el payaso triste. ¡Ay, el payaso triste!
Me lo recordaba
Molinos el otro día cuando hablaba de
los normandos de Asterix y Obelix, que desembarcan con la intención de descubrir qué es el miedo y se encuentran con Gudurix, el campeón absoluto del miedo. Esta confusión es un tronchante hallazgo de la literatura contemporánea. Porque resulta que Gudurix (un jovencito muy bien informado)
es un campeón de tener miedo, no de darlo.
Escribía Molinos también sobre "la sonrisa del desconocido", esa mueca-pose-invocación que uno se pinta en la cara porque (dicen) al final te devuelve esa misma sonrisa en las caras de los demás.
Los gurús de la programación neurolingüística dirán que el lenguaje corporal constituye un porcentaje muy alto de la comunicación. Yo prefiero pensar que somos monos, descendientes de monos, que sobreviven y sobrevivieron por conciencia social, empatía y capacidad de mímesis.
Es algo atávico.
Más interesante que el social es el impacto interior.
Sonreír para ser más feliz. Como un chispazo espiritual. En esto quiero creer un poco. Siempre un poco. La puntita nada más. Si uno quiere sonreír no parece mala opción empezar sonriendo. A lo mejor no le funciona siempre, pero es un buen principio. Pocas cosas seducen más a nuestro cerebro que la voluntad de tener razón. Si dices que prefieres el invierno al verano, soportarás mejor los temporales de nieve. Si pregonas hoy que te encanta el calor, soportarás mejor el terrible mediodía de 40 grados cuando llegue.
Vale. Tal vez podamos sugestionarnos hasta esos límites. Somos criaturas magníficas y extrañas. Pero, si lo pensamos, hay cosas fuera de nuestro alcance; ¿qué pasa cuando intentamos hacernos cosquillas a nosotros mismos?
Os lo respondo: no podemos. Y sucede por una razón, porque sabemos cuándo y cómo vamos a tocar los puntos sensibles.
Y sin sorpresa, sin incertidumbre, no hay cosquillas.
Supongo que este post no es gran cosa, lo releo un par de veces y lo ventilo, más o menos pulcro. No me hace cosquillas porque ya me lo sé. Lo he escrito hace un rato.
A veces pasan los meses y leo algo mío. No me impacta. Soy yo, es mi estilo absurdo; pero de pronto hay un chiste que no recordaba y ¡zas!, la vida me sacude en el rostro con un arenque.
(Conste en acta que a mí me haría feliz que alguien me pegara con un pescado. Me recordaría ipso facto a esas peleas multitudinarias en el puesto de Ordenalfabetix).
De repente me encuentro con algo que he escrito yo y que me hace soltar una carcajada. Como cuando lees una frase de un libro y piensas: "Qué hijo de puta, me encantaría haberlo escrito yo", ¡pero es que esta vez, además, lo he escrito yo!
Imaginemos ahora una secuencia inocente. Un médico te salva la vida cuando eres niño. Muchos años después, al sacarlo en la conversación,
descubres en sus ojos que no lo recuerda. Y en esos mismos ojos ves mezclarse el orgullo y la incredulidad. Está ante su propio chiste (uno peludo y malcarado, como yo).
Por eso cuando uno está solo y triste, con sus derrotas mordiéndole el alma (como decía el tango) tiene que esforzarse un poco y recordar cómo funcionamos. Ojalá, como decía Diógenes, pudiéramos hacernos cosquillas a nosotros mismos. Pero no, el mecanismo es mucho más complejo
A menudo vivimos ajenos a nuestras capacidades y nuestros méritos porque
no podemos ver la huella que dejamos en los demás.