Os cuento. Establecimiento Bendita Ruina de la localidad oscense de Huesconsin, conocida por ser la capital mundial y lugar exacto de celebración del Big Bang, que por un lado muy bien y muy necesario, pero por otro lado menudo susto.
Día: ayer. Hora: 17:45 de la tarde. Entra un señor homeless, lo que aquí se llama un carrilano, persona que recorre la geografía nacional de albergue en albergue. Se quedan por el día en las plazas cercanas y acaban siguiendo camino, disfrutan a su modo, se les va la mano con el vino y la lían, y casi siempre llevan en la mochila una historia de mala suerte, tristeza y locura, que a veces quieren contar y otras veces olvidar.
Bueno, pues un señor carrilano entra al local y pide una cucharilla prestada. "Para comerme un helado", dice. Se la prestan. "¿Me lo puedo comer aquí? es un momento". Conseguido el permiso busca una mesa interior vacía y se prepara.
Saca una barra de helado de chocolate y vainilla. Cuando digo una barra me refiero a esto.
La típica barra de helado de 1 litro. Abre por completo el envoltorio de cartón, la mira, saca de su bolsa un bote de nata montada en spray, adereza un poco una esquina del helado y se pone a comer.
- ¿No será mucho? - preguntamos un grupo de personajes selectos de la concurrencia.
- Yo esto me lo como en un momento, sin darme cuenta - responde él.
- Te vas a poner malo - le advierto.
- Bah, hay que disfrutar, que la vida es muy corta.
Acababa de afeitarme mi barba absurda de 3 semanas y miraba a ese hombre perfectamente afeitado también (porque a los homeless no les gusta que les confundan con hipsters) dando cumplida cuenta de su comida, merienda, cena o lo que fuera eso. Se lo zampó entero, devolvió la cucharilla, dio las gracias y siguió su camino.
Esta mañana he vuelto a verlo y puedo asegurar que está vivo. Lo que ya no sé muy bien es cómo pasó la noche, porque si yo casi me empacho de verlo...
Se dirá que esos hábitos alimenticios son primarios, infantiles e impropios de una vida saludable y civilizada. Lo entiendo y sé que eso es verdad. Pero oye, no puedo dejar de sentir fascinación por el lado oscuro. Porque allí no había sólo un desorden, allí había también un desafío.
Me aventuro a imaginar el proceso mental. Está pidiendo en la puerta de la Iglesia de Santo Domingo, recaudando unas monedas que le solucionan la tarde, pasando calor e imaginando formas de refrescarse. Piensa en que le apetece un helado. A lo mejor hace muchos días que no come uno. Va a la compra y sus pasos le conducen de forma inconsciente a los congelados. De allí al helado es simple gravedad. ¿Me apetece un poco de helado? Pues me trinco un litro entero. Así se sacian las pasiones. A lo grande. Sin miedo. Hasta el hartazgo.
Un santo no puede ser alguien que renuncia a las tentaciones. Un santo tendría que ser el que se enfrenta a ellas y obra de la forma oportuna para terminar aborreciéndolas.
Y ojo, hace 20 o 30 años esas barras de helado eran gloria bendita. Cuando el helado era un bien escaso, cuando no había helados de marca y nombres raros, su presencia se celebraba con euforia. Y ahora parece un postre viejuno y demodé. No tiene glamour. Por eso el acto es todavía más contracultural.
Si esto lo hace un artista en una performance en el MOMA pondría patas arriba la modernez.
Quizá es que lo sublime para muchos es la rutina de algunos.